El aumento de la temperatura global cambió las aguas de modo impensado y los océanos peligran aunque no nos demos cuenta.
Cuando observamos el mar en toda su inmensidad desde una costa, parece casi imposible que nosotros, los pequeños humanos, podamos haberlo dañado en toda su magnitud. Y, sin embargo, no hay porción del océano que no hayamos perturbado. No sólo porque lo hemos ensuciado con productos químicos inexistentes en la naturaleza (que, por lo tanto, son indigeribles para ella) o con petróleo y plásticos de todos los tamaños. O porque hayamos abusado hasta el extremo de su actividad biológica hasta dejar ecosistemas enteros en el colapso o al borde de él. Es también porque estamos modificando la composición intrínseca de las aguas que rodean a los continentes de una manera tan alarmante que es inevitable que se nos vuelva como un cachetazo a los que vivimos inadvertidamente sobre tierra firme.
